Evolución de la bravura del toro desde la perspectiva de un aficionado (I)

Parece que la selección del carácter bravura se inicia en el siglo XVIII a partir de las castas fundacionales que contaban con animales, derivados de nuestras razas autóctonas, que se resistían a la domesticación.

La selección de este carácter, sin duda el más importante para la Tauromaquia, se ha realizado según la evolución de las demandas del público y profesionales determinando paralelamente el tipo de toreo de cada época. Así, durante los siglos XVIII y XIX los ganaderos dirigieron la selección hacia la bravura en el caballo ya que, en aquellos tiempos, el tercio de varas era el más relevante de la lidia. Por ello, en la tienta se valoraba fundamentalmente el número de entradas al caballo y, en cada entrada, la prontitud y velocidad de la arrancada, empuje, fuerza y combatividad del animal.

En aquellos tiempos los caballos de picar, de bajo valor y trapío, y muchos de ellos de desecho, que corrían a cargo de las empresas, no llevaban peto. La suerte se realizaba citando al toro de frente procurando el picador que el toro no tocara al caballo, de manera que el toro salía por un lado y el caballo por otro.

Así, el animal recibía repetidamente puyazos de baja intensidad, lo que en muchas ocasiones generaba la desagradable muerte de los equinos por asta de toro. La suerte de varas a la vieja usanza junto los quites valerosos efectuados por los de a pie generaba en aficionados y espectadores emoción fruto del riesgo y valor de sus protagonistas.

El toro bravo respondía al estrés de la lidia y al dolor del castigo con la pelea, el airado combate y continuo embestir creciéndose con la injuria recibida durante más o menos tiempo, según la fuerza disponible, la mayoría de las veces hasta la muerte. La naturaleza y dibujo de la embestida tenía entonces escaso interés.

El corto tercio de muleta observaba algún trapazo que otro de colocación del toro y rápidamente después la suerte suprema: la estocada recibiendo, emulando a Pedro Romero, cuando al toro, situado en el tercio, todavía le restaban movilidad y fuerza o la estocada al volapié, al uso de Costillares, en los mansos o menos bravos pegados a las tablas que entonces presumo que eran más frecuentes que hoy.

La bravura actual tiene su despertar muy a finales del XIX en el tiempo de Guerrita o quizás incluso antes, en plena Restauración (Lagartijo y Frascuelo), y ya, sin discusión en las dos primeras décadas del siglo XX (Joselito y Belmonte).

Las nuevas reglas del toreo, parar, templar y mandar (Belmonte) cautivan a los intelectuales de su tiempo (entre otros muchos, a Valle-Inclán, los Machado, Ortega, Pérez de Ayala, Marañón, Picasso, Lorca, Gerardo Diego, Chaves Nogales, etc.) y exigen a los ganaderos nuevos criterios selectivos que respeten la bravura en el caballo, pero que los animales adecuadamente ahormados y quebrados de fuerzas permita que el torero no mueva los pies desde el inicio hasta el final de la suerte (eso es parar), llevando capote o muleta al compás de la velocidad del toro (eso es templar) yendo  el toro por donde el torero quiere o por donde el toro no quiere ir  (eso es mandar);  si además hay continuidad en las suertes con los engaños (eso es ligar) emerge así el toreo moderno desarrollándose progresivamente desde finales del XIX y primera mitad del siglo XX siendo sus artífices principales Guerrita, Joselito, Belmonte, Chicuelo, Lalanda,  Domingo Ortega y Manolete. La toreabilidad, como objetivo de selección, estaba consolidado sobradamente hacia la mitad del siglo XX.

 

 

 

 

Argimiro Daza Andrada
Catedrático Emérito de Producción Animal
Universidad Politécnica de Madrid (UPM)

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