Una especie en peligro de extinción
Si creciste en una época donde la comida casera era la norma, guardas un tesoro invaluable. Recuerdas salir con tu bicicleta, sintiendo el viento en tu cara, sin casco. La libertad no conocía restricciones, el mundo era un lugar vasto y sin peligros aparentes.
Si te portabas mal, un tirón de orejas te enseñaba límites y valores. La televisión, con solo dos canales, exigía girar el dial manualmente. Disfrutabas los programas en familia, sin importar la falta de opciones. Los límites eran claros y la vida sencilla.
¿Y la música en casetes? Rebobinabas con un bolígrafo para escuchar tu canción favorita. Era parte del ritual. Los domingos, las tiendas cerraban y las calles respiraban tranquilidad. Era tiempo para la familia y la conexión con lo esencial.
Tu maestra, una segunda madre, te cuidaba y enseñaba con amor y dedicación. La policía era símbolo de seguridad y confianza, velando por el bienestar de todos. Había una fe inocente en las instituciones y en quienes las representaban.
Estas realidades se acentuaban en el mundo rural de los años 1950-1960, especialmente en las zonas pobres de montaña alta. En familias humildes, históricamente humildes, se vivía la doble faena del campo: la agricultura, dictada por las estaciones, y la ganadería, con vacas, ovejas, cabras y algún cerdo para la matanza.
Las gallinas, pollos y conejos eran compañía común, y en las casas más pudientes, quizás una vaca lechera. La supervivencia económica era un equilibrio delicado.
Los chicos, después de la Escuela, coincidíamos en una misma clase, alumnos de distintas edades. La «regla de hierro» del maestro siempre estaba presente (por si acaso). Aprendíamos las primeras letras y los números básicos. Volvíamos entre risas, jugando por las calles del pueblo, y al llegar a casa, nos incorporábamos al trabajo en el campo o ayudando a madre.
Pero, realmente, nos sentíamos felices y también libres. No recuerdo chicos con depresión, ni problemas de concentración (para eso estaba la regla de hierro). No había Bullying escolar; los conflictos se resolvían en el patio, con un par de peleas, y después seguíamos siendo amigos.
Era un mundo relativamente puro, repleto de juegos, trabajo, clases y, sobre todo, una gran solidaridad y humanidad.
Los políticos, aunque imperfectos, robaban poco, decía tu madre con ironía. Había una esperanza ingenua en ellos.
Si decías una mala palabra, tus padres te lavaban la boca con jabón, inculcando respeto y normas sociales. Si en la escuela te castigaban, generalmente por travieso y/o por trasto, los padres duplicaban el castigo, y todos tan contentos.
En otro ámbito, un gerente de banco era más que un funcionario; ayudaba a tus padres con un crédito, mostrando cercanía y confianza.
Las vacaciones no eran tecnológicas ni lejanas. Jugabas con amigos en el vecindario, disfrutando actividades al aire libre.
Estos recuerdos evocan una nostalgia por tiempos de relaciones cercanas, valores transmitidos y confianza en las instituciones.
Atesóralos. Son un recordatorio de que la sencillez, confianza y respeto crean una sociedad unida y solidaria. Coméntalos en familia o con menores, para que sepan que existió ese tiempo y estos valores, antes de que esta especie en riesgo de extinción desaparezca totalmente.
Omar Romano Sforza
Director ilender Ciencia & Tecnología S.L
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