Vivir del campo

La historia de la Humanidad desde sus orígenes ha estado relacionada con la producción de alimentos que cubrieran sus necesidades vitales. Hasta tal punto esto ha sido así, que durante siglos ser agricultor y/o ganadero, en su sentido más amplio, se convirtió en una forma de vida.

El incremento de la producción en una determinada zona hacía que aumentara la población que la habitaba. Cuando la demanda de esta población superaba lo que en la región se podía producir, había que emigrar.

Por primera vez en la historia, se están produciendo alimentos suficientes para cubrir las necesidades de la población mundial que los puede pagar, aunque su distribución no sea la adecuada y, por esta razón, se producen hambrunas en determinadas regiones, que son difíciles de paliar.

En estas circunstancias, el «agricultor» tendría que disponer de una buena renta y, sin embargo, está peor que cuando escaseaban los alimentos. Él antes podía comer y ahora su empresa, especialmente en algunos países de los más desarrollados, no resulta entable, lo que explica el abandono de las zonas rurales y el desplazamiento de su actividad a otros sectores económicos. 

Las administraciones públicas, ante la presión de una sociedad mayoritariamente urbana, intentan dar soluciones, que no solo no resuelven el problema, sino que incluso lo intensifican.

La agricultura (y la ganadería) han pasado de ser una forma de vida a constituirse en una actividad empresarial, pero la «empresa agrícola» es muy diferente de la «empresa industrial». Las unidades de producción están dispersas, el ritmo de producción condicionado por la Naturaleza, los factores climáticos no son controlables, las necesidades de trabajo son irregulares y la producción es discontinua, lo que obliga a la conservación y al almacenaje para su comercialización, con compradores cuyas necesidades alimenticias son poco extensibles o comprimibles.

El progreso económico de las empresas en general se basa en la concentración para aprovechar la economía de escala, en la aceleración de la velocidad de producción y el control riguroso de la misma, con un empleo uniforme de la mano de obra y continuidad de la producción, buscando una extensión constante del mercado. ¿Es esto posible en la agricultura?

Con el desplazamiento del comprador a las grandes ciudades se ha producido un alejamiento del productor, lo que encarece el transporte y el envasado, aumentan las pérdidas de productos, y, además, se incrementan los costes por la remuneración de las personas que controlan lo que llega al consumidor bajo todos sus aspectos, especialmente los sanitarios. 

Antes, «cinco» personas trabajaban en el campo; ahora, solo queda «una» y las otras «cuatro» se ocupan de controlar que se cumple la normativa de etiquetado, la sanitaria, la ambiental…, o se encarga de comercializar los medios de producción (maquinaria, agroquímicos, energía y agua, etc.), y con mayor sueldo que cuando trabajaba en el campo.

En situaciones tan difíciles como la actual, con la pandemia que nos asola, se ha visto que la agricultura y la ganadería españolas son capaces de alimentar a la población, realizando unos esfuerzos para poner sus productos en el mercado que no siempre se valoran.

Desde el campo se piden «ayudas» para rentabilizar las explotaciones agrarias. Mejor sería pedir que se eliminara mucha burocracia y los reglamentos inútiles que encarecen la producción con respecto a lo que afecta a nuestros competidores extra-comunitarios.

Los recursos son limitados. 

Todos comemos, y vivimos, «del campo» y se olvida que la producción de alimentos es prioritaria, frente a los zoológicos «naturales» de los que disfruta la sociedad, pero que pagan agricultores y ganaderos.

 

Luis Márquez Delgado

Dr. Ingeniero Agrónomo (UPM)

Director técnico de la revista AgroTécnica.

 

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