Low cost

Don Luis, el ministro plano, ha decidido dar, forzado por las imparables movilizaciones de los agricultores y con el ánimo de cortar de raíz la agrorevuelta antes de que derive en algo parecido a los chalecos amarillos franceses, un pasito adelante con la publicación en el BOE de un Real Decreto con medidas urgentes en materia de agricultura y alimentación. El BOE, a decir de mi amigo Iñaki, es la implacable maquinaria que el Estado utiliza para evidenciar su poder cuasi absoluto pero si nos atenemos a lo publicado, la verdad sea dicha, no parece ser tanto el poder que atesora.

Don Luis nos dice en su boletín que el precio del contrato alimentario se hará en base a unos factores objetivos que “En todo caso, uno de los factores deberá ser el coste efectivo de producción del producto objeto del contrato, calculado teniendo en cuenta los costes de producción del operador efectivamente incurridos, asumidos o similares. En el caso de las explotaciones agrarias se tendrán en cuenta factores tales como las semillas y plantas de vivero, fertilizantes, pesticidas, combustibles y energía, maquinaria, reparaciones, costes de riego, alimentos para los animales, gastos veterinarios, trabajos contratados o mano de obra asalariada”. Quiero ser positivo y creer en las buenas intenciones de Don Luis, pero más allá del buenismo quisiera saber cómo se determina lo que él llama el “coste efectivo de producción” en un sector tan heterogéneo como el campo, tarea que, por otra parte, atisbo harto difícil.

Igualmente, cuando Don Luis dice que los contratos deben recoger la “Indicación expresa de que el precio pactado entre el productor primario agrario, ganadero, pesquero o forestal o una agrupación de éstos y su primer comprador cubre el coste efectivo de producción”. Me imagino la cara de incredulidad que se les debe quedar a los productores que se sientan a firmar un contrato con un agente comprador infinitamente más poderoso que ellos. Pensar que los eslabones que compran para transformar y comercializar los productos agroganaderos firmarán, sin rechistar, los contratos en base al precio señalado por el productor o cooperativa en cuestión como precio que cubre su “coste efectivo de producción” es, cuando menos, ser un ingenuo y tanto como decir que mi brillante calva va a ser repoblada por el crecepelos adquirido en el mercadillo del pueblo.

Parto de la base que todo lo que se haga por reequilibrar la cadena alimentaria, por aportar transparencia tanto a los propios eslabones que la conforman como a los consumidores finales y por empoderar a los productores, el eslabón claramente más débil, frente al resto de eslabones es tan necesario como urgente puesto que la rentabilidad, mejor dicho su falta, es la base sobre la que pivota el monumental cabreo que anida en el sector y que ahora, finalmente, ha acabado por estallar. Es, tal y como lo define el catedrático de Economía Agraria y exministro de Agricultura en tiempos de la UCD, Jaime Lamo de Espinosa, la llamada ‘presión inversa’, esa asfixiante presión que los productores llevan pegada al pecho provocada, por un lado, por los elevados costes de producción, y, por el otro, por la caída libre de los precios de sus productos ante la presión de la distribución.

Regular y normativizar los contratos alimentarios está muy bien pero es claramente insuficiente donde los oligopolios de abajo (los insumos) se juntan con los oligopolios de arriba (industria y distribución) y cuando los incompetentes de Competencia (CNMC), se muestran mudos con los poderosos mientras asfixian y torpedean a los débiles sin entrar a la raíz de esa desigual relación comercial que es imposible de afrontar, por muy grandes y unitarias que sean las cooperativas de productores.

Existen, no obstante, muchas otras cuestiones que trascienden a la propia cadena alimentaria pero quisiera comentar una de ellas, por no aburrirle aún más de lo habitual, que no es otra que la afirmación de Don Luis y de otras muchas personas, dirigentes agrarios incluidos, sobre la necesidad de reformar la cadena sin tocar, lo más mínimo, el precio final abonado por el consumidor.

Discrepo públicamente de esta creencia puesto que considero que uno de los males estructurales de nuestro sistema alimentario (aquí y en la sociedad occidental moderna) es que la sociedad en su conjunto haya asumido como positivo poder contar con una alimentación “low cost” sin caer en la cuenta que esa política de precios bajos, en todo y siempre, tiene unas consecuencias prejuiciosas indirectas así como letales tanto para los eslabones de la cadena como para los consumidores bien en su salud bien sus condiciones laborales.

El sistema alimentario actual dominado por grandes corporaciones alimentarias trasnacionales y las grandes cadenas de distribución que controlan gran porcentaje de la comercialización de alimentos nos han hecho creer que poder abastecernos de alimentos baratos, low cost, es positivo y necesario sin queremos seguir consumiendo, como si no hubiese un mañana, en viajes, ocio, vestimenta, móviles, etc. y por ello, es más necesario que nunca que desde las autoridades hablen claro a la ciudadanía y les hagan ver que hay que rascarse más el bolsillo si queremos comer de forma más sostenible.

Los consumidores, por nuestra parte, debiéramos ser coherentes con la importancia que decimos dar a nuestra propia alimentación y optar por alimentos más frescos, de mayor calidad y mejor sabor, de cercanía y en comercios respetuosos con los productores pero, lamentablemente, la realidad va por otros derroteros y tal como decía recientemente el que podía haber sido un magnífico Ministro de Agricultura, Tomás García-Azcárate, “Nos gastamos 600 euros en un móvil y nos pegamos por 20 céntimos en la leche”.

Dichosa incoherencia.

 

Xabier Iraola Agirrezabala
Editor en Kanpolibrean.
Blog sobre la granja y el mundo alimentario.

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